2/4/10

SERES PERDIDOS



I

Tuvo don Enrique de Villena un bibliotecario, amigo y auxiliar en don Jerónimo de Zapata, judio converso de sabia discreción que le aliviaba los dolores de la podagra con ungüentos y palabras sanadoras, que le acompañaba en cansados viajes en busca de la ciencia, de los libros y las verdades más allá de la verdad; que le guardaba secretos como el de ciertas visitas a la cueva de Salamanca, pues había que llegar a la ciudad del saber, de lo ignoto y de lo sobrenatural en completo secreto no fuera que los dominicos aragoneses del Santo Oficio que Roma había enviado a la ciudad, confirmaran lo que habían dado en repetir los rudos salmantinos tiempo ha, que el Gran Maestre había sido uno de los estudiantes del Diablo, aquel que le burló haciéndose invisible con una treta nunca bien aclarada para escapar de sus redes en la cueva de San Ciprián, y que con los ocultamientos y la presura hubo de abandonar su sombra. Un hombre sin sombra es como un árbol sin raíz, perdido y errante, a merced de los vientos. Sin embargo don Enrique nunca pareció perdido por más que se ocultase cuando declinaba el sol y caía la tarde.

Don Jerónimo vino una vez a Salamanca acompañado de dos criados, el más joven del color del caramelo oscuro, el otro extrañamente parecido a don Enrique en su adolescencia. Cuando llegaron a la ciudad se alojaron en una posada cercana a la Universidad, una posada llena de maestros, bachilleres y estudiantes. Sin salir de la fonda pudieron informarse acerca de un extravagante librero que recibía con cierta frecuencia tratados y cuadernos desde la luminosa Tosacana. Tenía don Jerónimo encargo de encontrar un volumen muy especial sobre el arte de descubrir en los cielos de la noche las falsedades de los hombres, libro que precisaba su señor para proseguir el Tratado de Astrología que tenía en curso.


Según dijo la hermosa Raquel, hija de la posadera que pronto puso sus ojos en el joven oscuro de nombre Juan y esa misma noche le envolvió en besos, rozones y sábanas revueltas, el tal librero se llamaba Zacarías, tenía tienda en una callejuela entre la rúa de Serranos y la de Libreros, muy cerca de las Escuelas; tenía tienda y fama de ocultador. Si la Inquisición no le había hecho preso era más por miedo de los propios inquisidores que por gana y oficio, pues de él se decía que adivinaba las intenciones y era capaz de doblar a uno de un mal dolor solo con juntar los dedos y leer en cierto libro las palabras adecuadas. Tales razones supo el criado de don Enrique a la mañana siguiente de llegar los tres viajeros a Salamanca, mientras almorzaba en la cocina unas magníficas sopas de ajo guisadas a la manera de los de la Fuente de San Esteban, Buenamadre y la Aldehuela, pues en la ciudad se hacían con ajos refritos y no crudos, lo que producía con cierta frecuencia dolor de cabeza. Juan apuntó en su cuadernillo las informaciones de la posadera, tanto la que a libros refería como la culinaria, no en vano su señor era autor de un Ars Cisoria.

Se hubieran acercado con prontitud a la librería si no fuese porque la madre de Raquel vino a advertirles que Zacarías se pondría a la defensiva si se presentaban de sopetón, por lo que mejor sería mandar recado de quiénes eran y de su intención de visitarlo. Acordado así, así lo hicieron. Mandó la posadera a un chicuelo de la casa diestro en tales menesteres, con muchas advertencias de ir a escondidas y sin evitar los rodeos, no fuera la gente a relacionar al librero con su honrado negocio.

Aquella mañana transcurrió a la espera. Ya la tarde se anunciaba desde las ventanas del comedor mientras saboreaban los viajeros buena carne con buen vino y reían chistes y chanzas a placer. Fue entonces cuando regresó el pícaro recadero. Zacarías les recibiría al día siguiente entre las once y la una. Ni antes ni después.

Hubo juego de naipes en la sobremesa. Don Jerónimo de Zapata se había retirado discretamente con la intención de cumplir la sagrada costumbre española y no despertó hasta después de oírse las seis campanadas. En tanto su señor descansaba, los jóvenes jugaron y conversaron y no faltó quien quisiera tirarles de la lengua. Un viejo capellán que frecuentaba la posada al parecer, creyó reconocer en el judio ausente a un secretario de don Enrique, rey de Castilla, con el que había coincidido en cierta ocasión en Roma. Ni el oscuro Juan ni su compañero también llamado Enrique entraron a la muleta. Como de pasada insinuaron que su señor era un sabio metido en libros y poco debía de saber de cuentas reales. Terció un bordador que andaba de paso, y ya perdía un puñado de enriques en el juego, diciendo haber oído en la plaza que el hebreo no era de buen paño pues quería entrar en negocios con un nigromante de poco fiar. Se dieron entonces los muchachos por ofendidos. El más joven empujó la mesa, los naipes, los dineros y al propio bordador que cayó de espaldas con silla, mantel y vergüenza sobre un perro faldero que dormitaba.

Se armó tal estrépito que la dueña salió de su alcoba descalza además de encamisada y, con las manos juntas como quien reza, no hacía más que gritar ¡Dios mío!¡Dios mío! que solo le faltó para imitar a Jesús en la cruz un ¿por qué me has abandonado? Los criados Juan y Enrique se enzarzaron a golpes ora con el bordador, ora con dos comerciantes que allí estaban, ora con el mismísimo capellán; pues no hubo allí quien no recibiera algún golpe o revolcón por los suelos. Como Dios había sido invocado por la posadera, tuvo a bien mediar en el asunto valiéndose de la hermosa Raquel que aquella tarde dormía sola y había sido arrancada violentamente del dulce letargo por el alboroto. Con el apresuramiento no paró en mientes y vino a salir tan libre de ropa tal como su madre la trajo a este valle de lágrimas. Paren ¡por Dios! dijo rotunda y todos lo hicieron ¡cómo no obedecer ley divina! Pararon y enmudecieron. Por unos instantes todo el orbe enmudeció. Incluido el can aplastado.

Cuando la dama fue consciente de la situación, muy digna se acercó a la mesa vencida y recogió con gracia y donaire el mantel que vino entonces a cubrir tan galana belleza. Se retiró luego a su aposento de nuevo, con la misma apostura que mostró al entrar. Desconcertados los contendientes optaron por recoger los útiles y muebles esparcidos por el suelo y proseguir con la partida. Aún tenía la madre posadera las manos juntas y abierta la boca. Cuando salió del embeleso, dio media vuelta e imitó a su hija en la salida que no en la galanura. A todo esto don Jerónimo seguía en el mejor de los sueños pues no dio señales de existencia hasta una hora después.

                                                                                  (Continúa)





CREACIONES


Bailan las estrellas desesperadas danzas
al son de los macabros chillidos
de la mente humana, de la razón desahuciada
por el eco,
constante, frenético rugido,
de la autoconciencia en sus oídos.











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El dolor ha emprendido su camino,
los árboles, la brisa y el cielo
sombras de alegría muerta
arden en las llamas de mi infierno.

Las piedras por que camino
marchitan la tierra seca.
Delante y detrás muros;
paredes a los lados.

¿Qué les ocurre a mis ojos?
Espejos que solo ven reflejos,
reflejos de mentiras,
mentiras de letra y saliva.
Espectros de virgenes,
templos de represión, fábricas
de puñales que silvan
agudos cantares al corazón del deseo.

¿Qué les ocurre a mis ojos?
Ventanas nubladas, ventanas
de cristal de cenizas,
cenizas de un millón de deshechos.

Condiciones, condiciones...

Quiero ser libre, al menos
a este lado de los versos
pero mis dedos marcan coordenadas,
oscuros sistemas grabados
con fuego desde el otro lado.

Y la sinceridad, perra embustera,
está escondida en algún pozo
más allá de lo más lejano,
en este laberinto que me apresa
entre sus brazos de miedo,
entre sus verbos de acero.

La luz queda ya lejos,
como un recuerdo podrido
que asoma entre las entrañas de un sueño
abierto en canal por un destello.


                                  J.S.C.