6/3/10

SERES PERDIDOS


II


Aquella misma tarde, casi llegada la noche pues era abril y aún los días menguados, un extraño visitante llegó a la posada; al parecer ya lo esperaban los huéspedes de la corte. Venía acompañado de criados y secretario. Lo recibieron con discreción pero la posadera puso manteles limpios en el comedor pequeño y sirvió vino de Toro y bacalao a la portuguesa. Don Jerónimo se sentó a la izquierda de aquel hombre principal y departió con él toda la velada en voz muy queda, casi susurro aunque de vez en cuando los criados podían oír palabras como copia, Praga, letras de oro, cábala, muerte, agua de vida… Suficiente como para entender que se trataba de algún negocio del marqués sobre un manuscrito o unos documentos valiosos… El secretario y los criados visitantes entretenían a Juan y a Enrique con cuentecillos y monsergas como si les fuese la vida en que estos no llegaran a atar cabos precisos de lo que se estaba dirimiendo ante sus apéndices nasales. Al fin se retiraron a descansar todos, acordada la hora del desayuno para proseguir con el asunto. Las velas se apagaron y el silencio recobró vida.


Sin embargo, no estuvo aquella noche deshabitada. Raquel había deslizado una nota bajo la servilleta de su nuevo amante: “Ha venido mi prima Sara. Os esperamos en mi cuarto después de que den las doce en San Julián” "¡Qué maravilla de mujer! –pensó el joven de color- no solo ama como una cortesana y desnuda la envidia Venus, además docta escribe y cita casquivana". Así pues, no estuvo aquella noche deshabitada. Cuatro cuerpos jóvenes la poblaron y deseosos se enzarzaron en batalla ni cruenta, ni cruel, aunque no faltasen los sollozos acompañados de suspiros y quejas. El amanecer les halló rendidos. Aquella Sara hermosa que reía como una fuente, dormía ahora con placidez mientras los demás aprovechaban la laxitud para conversar en un susurro amable.
- Vosotros no sois rudos criados como esos que acompañan hoy al extranjero.

- ¿Extranjero? ¿Cómo sabes que es extranjero el visitante? ¿Y desde cuándo una posadera sabe escribir con la soltura de un bachiller?
- Mi padre es más docto que un bachiller. Él y el padre de Sara, mi tío Isaac, regentan una librería entre San Gregorio y la Catedral.
- ¿Otra librería? ¿No ocultará también libros de alquimia y astrología?

- ¿También? ¿A qué os referís? Creo que son demasiados secretos entre cuerpos que se conocen tan bien. ¿Quiénes sois?
- Me temo, amigo Juan, que tiene razón la galana. Pues bien, empecemos por mí. Si vosotras sin duda sois de sangre judía, yo lo soy de bastarda, todos dicen que hijo parezco de don Enrique, tengo su nombre y su amparo pero no su reconocimiento. Mi madre sigue siendo ama paciente del escaso servicio del marqués. Por él dejó Cuenca y cambió su propia fortuna. Por él y por mí.

- Todos corderos del mismo redil.

- Contádmelo a mí –terció el joven de color- . Nadie en mi familia tiene raíces cristianas más abajo de las primeras hojas. Mi abuelo, comerciante de especias, llegó desde el oriente a estas tierras buscando cualquiera sabe qué y sentó sus reales en la corte donde son bien recibidos los raros: oscuros, enanos, jorobados, albinos… Adornan. Y hacen sonreír a las damas en las fiestas.

- No seas tan ácido, amigo, aquí nadie es luz que brille estelar.

- Algunos somos sombra de la sombra, cierto es, desde luego.

- ¡Ea! ¡Menos llantos! Si la vida nos dejó a la intemperie ya solo nos queda mejorar.

Rió la joven y con ella los que compartían cama. Luego los tres durmieron.



 

Pasada la noche y algo de la mañana, decidió don Jerónimo despertar a sus perezosos ayudantes. El día avanzaba sin ellos y habían de salir ya hacia la librería. Pero los jóvenes no se hallaban en su aposento. Con buen juicio desestimó el sensato judío la idea de preguntar a la posadera pues consideró la posibilidad de que su hija estuviera en medio de todo aquel desatino. Don Jerónimo había estado almorzando ya con los forasteros, caballero y secretario, que le habían dado muy buenas razones sobre la posibilidad de compartir con ellos el libro que buscaban, libro que copiaría raudo en unos días aquel secretario amanuense y dos de los criados que no le iban, al parecer, a la zaga en el escribir con rapidez y maestría; a cambio ellos le proporcionarían un preciado documento del rabino Jehuda Low Ben Becadel, que si bien no contenían la palabra de vida del Golem, sí proporcionaba secretos jugosos de la cábala. El bibliotecario de don Enrique de Villena sabía quiénes eran los extranjeros, hombres muy estimados en Bohemia de donde procedían y viejos colaboradores de su señor. No había por qué desconfiar y, sin embargo, se sentía inquieto como si llevase agujas bajo los pies y sobre el corazón. Por eso estaba tan irritado con la tardanza de los jóvenes que al fin salieron soñolientos y cariacontecidos de la cocina con sendos bollos en la mano. “Tenemos que marchar ya” les dijo por saludo y juntos dejaron la posada.

Siguiendo instrucciones de la madre de Raquel, llegaron a la modesta entrada de un sombrío local al fondo de la calle. Quisieron abrir pero la puerta no cedió. Enrique descubrió un cordel entre esa puerta y el ventanuco que hacía de escaparate y tiró repetidas veces de él. Sonó una campanilla al otro lado, un hombre demacrado y encorvado les salió a abrir. Dijo llamarse Zacarías. Entraron.

(Continuará pronto)

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